Hiroko
Inclinando la cara
como debe hacerlo
una mujer japonesa,
Hiroko lograba de todos modos
una detallada observación.
Atisbando desde el rabillo del ojo,
tomaba nota mental de sus gestos,
vacilaciones, movimientos.
Notaba los cambios en su voz
cuando llamaba al mozo
o se disculpaba para irse
un momento de la mesa
o cuando buscaba disimuladamente
encontrar su mirada.
Se daba cuenta de que él
la deseaba porque percibía la tensión
en sus pasos al caminar juntos.
A fines de mayo,
cinco meses después de haberse conocido,
Robbins la llevó al Alemand
y eligió los asientos más apartados.
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