Oda a la desnudez
¡Qué hermosas las mujeres de mis noches!
En sus carnes,
que el látigo flagela,
pongo mi beso adolescente y torpe,
como el rocío de las noches negras
que restaña las llagas de las flores.
Pan dice los maitines de la vida
en su rústico pífano de roble,
y Canidia compone en su redoma
los filtros del pecado,
con el polen
de rosas ultrajadas,
con el zumo
de fogosas cantáridas.
El cobre
de un címbalo repica en las tinieblas,
reencarnan en sus mármoles los dioses,
y las pálidas nupcias de la fiebre
florecen como crímenes;
la noche,
su negra desnudez de virgen cafre
enseña engalanada de fulgores
de estrellas,
que acribillan como heridas
su enorme cuerpo tenebroso.
Rompe
el seno de una nube
y aparece
crisálida de plata,
sobre el bosque,
la media luna
como blanca uña,
apuñaleando un seno;
y en la torre
donde brilla un científico astrolabio,
con su mano hierática, está un monje
moliendo
junto al fuego la divina
pirita azul
en su almirez de bronce.
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